lunes, 26 de septiembre de 2016

Sanar la relación con la Madre





Sanar la relación con la Madre
La relación con la madre es la más significativa en nuestra vida, la base sobre la que se construyen todas las demás relaciones. Con la madre fuimos uno cuando estuvimos en su vientre y luego seguimos íntimamente unidos a ella durante la lactancia. El vínculo con la madre es fundamental para la supervivencia. El niño, la niña, se miran literalmente en la madre, se ven en ella como si fuera un espejo. La madre representa al mundo en su totalidad y lo que de él proviene.
Para la mujer, representa la referencia del modelo femenino que puede reproducir o rechazar, la forma de ser mujer, de vivir la femineidad y de ser madre. Para el hombre va a representar el modelo de mujer por el que se va a sentir atraído o va a rechazar, es decir, que condicionará su elección de pareja y la relación con ella, y mientras no madure, seguirá siendo hijo… de su mujer. En todo proceso terapéutico es fundamental explorar la relación con la madre, con el padre también por supuesto, pero la madre es la que nutre, la que se ocupaba de las necesidades del niño o de la niña, la que daba sostén. Si estuvo presente cuando se la necesitaba, si satisfizo sus necesidades afectivas o si eran ignoradas, si veía a su hijo o a su hija por sí mismos y no como una prolongación suya o una carga.
Todos albergamos en nuestro interior un niño herido que no fue amado incondicionalmente, que necesitó protegerse del dolor por ser demasiado vulnerable. Congelamos muchos de nuestros sentimientos y nos construimos una coraza defensiva para no sentir que no éramos amados como necesitábamos.
Para sanar esa herida es necesario tomar contacto con el niño interior, ver dónde y de qué manera fue herido, localizar ese dolor física y emocionalmente a fin de liberar la energía bloqueada.
Conectar con el dolor, la rabia, la culpabilidad, la impotencia, la tristeza, reconocerlo, aceptarlo y de esta manera, empezar a sanar. Al reconocer al niño interior, al tomar conciencia de su vulnerabilidad pueden surgir sentimientos de soledad, vergüenza, carencia, sentirse rechazado en ciertos momentos. Hemos de darle voz, dejar que llore, que exprese sus miedos y necesidades, y también sus partes positivas, los sueños, deseos, intuiciones y creatividad, y abrazarlo todo literalmente.
Hay niños buenos, niños obedientes, reprimidos, asustados, niños que tratan de agradar a su madre, niños que intentan ser perfectos, que niegan sus necesidades, niños que se refugian en la mente y niños que viven en el mundo de Disney para evitar sentir, hay niños rebeldes e insolentes que buscan llamar la atención que no reciben.

         Las heridas del niño y de la niña pueden ser por sobreprotección, por exceso de valoración y halago, por abandono, manipulación, comparación, miedo, rechazo, autoritarismo, exigencia, engaño, desconexión, abusos. Ahora bien, y este es el mensaje que quiero trasmitir, las madres tienen también sus propias heridas y carencias de infancia, sus condicionamientos y limitaciones, sus dificultades para amar incondicionalmente y sostener al niño si ella misma no aprendió a sostenerse y valorarse. Una empieza a darse cuenta de la complejidad de la maternidad cuando es madre, o al cabo del tiempo, al reconocer su parte femenina.
Muchas veces se actúa con los hijos justo al contrario de lo que se recibió… y también esto es perjudicial. Necesitamos en primer lugar reconocer nuestras heridas, ocuparnos de ellas y sanarlas, y eso lleva un tiempo. Y también necesitamos perdonar a nuestra madre por lo que hizo o dejó de hacer, perdonar el daño que nos causó sus miedos, su ansiedad, su perfeccionismo, su  auto-exigencia, su necesidad de quedar bien, el abandono de sus propias necesidades por satisfacer la de otros. Perdonar su victimismo, su tristeza, su actitud depresiva, su dolor no resuelto del pasado, lo que supuso para ella la falta de Amor y comprensión de nuestro padre, sus propias carencias de infancia, tal vez la falta de madre o de padre y otros condicionamientos.
Ser capaces de ver el niño herido también en nuestra madre, sus propias heridas de infancia, lo que nos lleva a ser compasivos y aceptarla por completo, más allá de sus errores y limitaciones. Reconocer el bagaje familiar y la transmisión del linaje y comprender que no puede ofrecernos nuestra madre aquello que no tiene, que no le enseñaron o que no sabe cómo hacerlo. Antes o después, y cuanto antes mejor, llega el momento en el que hemos de perdonar, agradecer y valorar lo que nuestra madre ha hecho por nosotros. Tomar lo que de ella proviene como un legado, el que nos corresponde, el que pudo darnos, los fallos y también sus dones.
Cuando lo hacemos nos sentimos plenos y caminamos sobre la Tierra bendecidos y merecedores de todo lo bueno. Cuando no aceptamos, rechazamos lo que ella nos dio, estamos negando y rechazando nuestros orígenes, y eso es negarnos a nosotros mismos, lo que nos confunde y nos llena de dolor. Por un tiempo la rabia y el resentimiento pueden darnos una falsa fuerza, como una especie de arrogancia de creernos mejores que ella. Cuando uno no acepta a su madre no puede amarse ni aceptarse a sí mismo. Aceptarlo todo como fue porque, esa fue nuestra experiencia, ese fue el aprendizaje familiar, lo que nos ha hecho ser lo que somos, nuestro legado completo.
Honrarla y aceptarla como es nos conduce a la paz y a la reconciliación.
Más allá del dolor de nuestro niño herido también está el dolor de nuestra madre y el dolor que nosotros hemos añadido al rechazarla y juzgarla en ocasiones. Un hijo sólo puede estar en paz consigo mismo si se encuentra en paz con los padres, lo que significa que los acepta y los reconoce como son. No es posible decir: “esto lo tomo” y “esto lo rechazo”. Aceptar a los progenitores como son es un proceso curativo en sí mismo, el alma de la persona siente alivio y levedad.
Ascensión Belart

Libertad y Responsabilidad




La libertad es un ingrediente esencial para experimentar felicidad. Cuando hay amor y respeto verdaderos hacia los demás, de forma automática la persona utiliza su libertad con un sentido de responsabilidad; sabe no infringir en los derechos de otro ya que entiende que el otro también tiene sus derechos, tiene un papel que interpretar, tiene un valor y por encima de todo, también tiene su derecho a la libertad.
Una persona irresponsable nunca es libre; irresponsable significa el que usa de forma incorrecta su propia libertad o restringe la libertad de los demás debido al egoísmo o al ego.
Tal persona nunca se va a experimentar libre ya que tiene que experimentar las consecuencias y el efecto de tal actitud y tales acciones. Las consecuencias pueden venir en la forma de soledad, vacío interior, falta de amor, depresión, etc.
 La libertad y la responsabilidad son las dos caras de la misma moneda y son absolutamente inseparables. Es una regla fundamental de todas las relaciones e interacciones humanas.
En otras palabras, es la conocida ley del karma, que enunciada de una forma sencilla significa que por cada acción que realizamos existe una reacción igual y de sentido opuesto. Lo que damos a los demás, sea positivo o negativo, es lo que nos va a retornar.
Somos libres de elegir, pero cada elección personal lleva consigo una responsabilidad personal y unas consecuencias. El mundo es un escenario en el que todos somos actores. Cada actor tiene un papel único y es responsable de sus propias acciones.
La responsabilidad consiste en hacer las cosas de la manera correcta sin que importe si la tarea es grande o pequeña. Cada uno de nosotros tiene un papel especial que representar para hacer que el mundo sea un lugar mejor.
La libertad es un estado mental. La clave de la libertad es comprender nuestro ser. Cuanto más comprendemos nuestro ser, más fácil es liberarnos de las cadenas de las cosas inútiles y negativas. La libertad es no dejarse influir, ni afectar por nada, es estar en paz con nuestro ser.
La verdadera libertad es experimentar la auténtica esencia del propio ser.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Conoces tu lado Oscuro???



Conoces tu lado oscuro????

Cuando hacemos el esfuerzo de un encuentro sincero con nosotros mismos, nos encontramos con todo tipo de emociones y cualidades propias. Algunas de nuestras cualidades nos gustan y queremos potenciarlas, pero ¿qué hacemos con esas otras a las que reconocemos su carácter destructivo; esas emociones y actitudes que consideramos negativas y que pueden poner en peligro nuestra imagen, vínculos o relaciones? ¿Qué hacemos con la ira, los celos, el miedo o la envidia que sentimos? ¿Qué hacemos con los propios impulsos que consideramos desconfiados, egoístas, infantiles, neuróticos…? Reprimirlas o negar que estén ahí, no es la solución. Las emociones que tapamos sin resolver aparecen una y otra vez, algunas veces de forma inconsciente o incontrolada para nosotros. Pero, ¿las expresamos tal como las sentimos, corriendo el riesgo de herir a alguien, hacer el ridículo o estropear una relación? Probablemente también contemos muchas experiencias en las que, habiendo expresado lo que nos pasa, no hemos hecho más que estropear aún más las cosas…Emociones inconscientes, pulsiones instintivas, pecado, sombra… son algunos de los nombres que hemos dado a este complejo psicológico presente en todos los seres humanos. Todos tenemos un oponente interno que nos acompaña y con él debatimos toda la vida. O, mejor dicho, cada parte de nosotros, cada propósito y cada ideal, tiene su correspondiente opuesto interno. Si observamos la naturaleza y el movimiento de la vida veremos que en todo proceso se da una especie de dialéctica entre opuestos: luz y oscuridad; contacto y retirada; vida y muerte; femenino y masculino… Vivenciamos un aspecto por que reconocemos su contrario. De igual modo, cualquier definición crea automáticamente su opuesto: cuando, por ejemplo, elegimos un ideal de fuerza, estamos creando y definiendo su contrario, la debilidad. Y cuanto más intentamos identificarnos con uno de los dos lados, más vivencias el otro.
Reconocer la existencia de esta dualidad y oposición en el ser humano ha sido considerado uno de los más importantes desafíos en la maduración personal y espiritual, tanto en la antigua sabiduría de Oriente y Occidente como en la filosofía y psicología moderna.
Pretender que esta dualidad no exista es un imposible. Está aunque no nos guste, se expresa con o sin nuestra conciencia. Lo que está en nuestra mano no es decidir “como deben ser la cosas”, sino qué podemos hacer con ellas. Pero no es fácil tomar la decisión y no conviene precipitarse. Los aspectos que a priori tomamos como negativos pueden contener tanto actitudes destructivas como posibilidades, así que conviene dedicarles la atención y el espacio que merecen antes de ser juzgados o actuados.
En la sociedad occidental tendemos a juzgar que los opuestos son incompatibles y excluyentes. Los “buenos” y los “malos” de nuestras películas han sido personajes muy diferenciados, casi puros en sus características y con una gran intolerancia entre ambos. A pesar de saber que en la realidad es más amplia, muchas personas pasan la vida en una constante lucha interna en la que toman partido por uno de sus lados e intentan a toda costa expulsar al otro.
Muchas condiciones influyen en la formación del concepto de nosotros mismos: la familia, la cultura, los amigos, la educación, las reglas sociales, las modas… constituyen un entorno complejo en el que vamos aprendiendo lo que es una conducta aceptada y lo que no lo es.
Este aprendizaje forma parte de la maduración del individuo. El crecimiento incluye tanto la posibilidad de expandirnos como los límites; el placer de hacer lo que queremos y la frustración. Sin embargo, un ambiente excesivamente castrador o que no permita reconocer e integrar nuestros propios impulsos internos, puede dejar una importante huella de confusión y parálisis.

Recuperar la sombra
Reconocer y encauzar los aspectos negativos de nuestra personalidad es al mismo tiempo una posibilidad y una responsabilidad para el ser humano: Cuando establecemos una relación adecuada con nuestras emociones rechazadas, podemos restablecer también el contacto con cualidades que no nos hemos permitido desarrollar, expandiendo así el concepto de nosotros mismos y enriqueciendo las posibilidades de nuestra experiencia. Cuando una persona, por ejemplo, no se permite a sí misma ser “mala” y este concepto lo tiene completamente negado, puede irse al extremo de nunca poder poner límites o afirmar sus diferencias. Permitir la existencia y la expresión de la “maldad” puede ayudarle a recuperar y equilibrar aspectos importantes para sí mismo.• Por otra parte, tenemos también la responsabilidad de reconocer y hacernos cargo de cuánto bien y cuánto mal somos capaces de hacer realmente, para poder asumir las consecuencias de nuestras decisiones y acciones cotidianas. De lo contrario, por lo general, lo que hacemos es proyectar en los demás todos aquellos aspectos que nos negamos a reconocer en nosotros. Entonces “ello”, los otros o la vida, se convierten en los “malos” y son los que han de cambiar para que yo recupere el bienestar y el equilibrio, lo que me coloca en posición de víctima. Necesitamos tomar consciencia de que la existencia humana incluye gozo y aflicción y que en nuestro interior conviven, inevitablemente, aspectos positivos y negativos. Veremos que cada aspecto de nosotros es potencialmente “bueno” y “malo” al mismo tiempo y que, por tanto, no podemos hacer juicios definitivos acerca de nuestras emociones. Y veremos también que, aunque resulta imposible desprenderse totalmente de lo que no nos gusta, el ser humano tiene la libertad y la posibilidad de decidir su acción. Comprender esto constituye al mismo tiempo un descanso y una gran responsabilidad.

Lograr el equilibrio
Tanto en el contacto con nuestras propias dualidades internas como en el contacto con los demás, la tarea de transformación consiste en lograr el equilibrio entre ambas partes, mediante la aceptación e integración de las diferencias. Hacernos amigos de nuestros adversarios internos y externos o, si no es posible lograr esta amistad, al menos aceptar que hay oposición. En definitiva, se trata de darnos cuenta de que los enemigos que se oponen y compiten están, todos ellos, en nuestro interior.“ La única forma posible de reconciliar opuestos consiste en transcenderlos; es decir, en llevar el problema a un nivel en el que las contradicciones puedan resolverse. El lugar que nos permite ver un suceso ampliamente integrando ambas partes de una realidad es el punto intermedio. Al permanecer atentos al centro y ver ambas partes de un suceso, evitamos una visión unilateral y logramos una comprensión mucho más profunda de lo que nos sucede.” Peñarrubia Para lograr este equilibrio o acuerdo es necesario que, en primer lugar, cada una de las partes opuestas tengan el espacio que necesitan para definirse con claridad y ampliamente. Si están indiferenciadas o no se expresan no es posible el diálogo ni la integración. Todo depende, en última instancia, de nuestra actitud personal. Cuanto más sinceros y honestos seamos y, al mismo tiempo, cuanto más dispuestos nos hallemos a sacrificar nuestras ideas preconcebidas y a asumir nuestra propia responsabilidad y límites, más oportunidades tenemos de vernos conmovidos por algo nuevo. La persona que logra esta reconciliación no solo se siente en paz y se abre a lo creativo, sino que también experimenta la tensión entre los opuestos de un modo positivo, recuperando, al mismo tiempo, su capacidad de decisión y de acción.

Expresar las emociones negativas
Aunque la expresión sincera de las emociones negativas entraña riesgos, la mayoría de las veces es la única manera que tenemos de aclararlas, deshacer nudos y permitir que se solucionen. Vale la pena permitirse cierta tensión y la posibilidad de equivocarse y aprender. No obstante, para que esta expresión nos ayude a integrar, en lugar de separar más las posturas opuestas, es necesaria una actitud de respeto, responsabilidad y no precipitación. Muchas veces nuestras emociones “se expresan ellas solas” y no podemos evitar que sea así. También podemos aprender de ellas en estos casos. Sin embargo, una expresión “controlada” y directa de lo que nos pasa puede ayudarnos a aclarar y, tal vez solucionar con acuerdos, un asunto mal concluido o pobremente resuelto y evitar que la emoción expresada haga sus juegos inconscientes. Algunas condiciones que nos ayudan a adecuar la expresión de nuestras emociones negativas pueden ser las siguientes:
Antes de expresarlo al otro, aclararnos internamente• Lo primero que necesitamos es un espacio donde aclararnos nosotros mismos, con nuestras dualidades internas. Cada uno de nuestros extremos ha de poder diferenciase y expresarse ampliamente. La mayoría de veces facilita tener un interlocutor (terapeuta o amigo) que sepa escuchar sin juicios, que ayude a crear el espacio para comprender a esa parte no aceptada y “problemática”. También ayuda escribir o “teatralizar” a los personajes internos.• En la expresión de las diferentes partes de nosotros mismos tenemos la responsabilidad y la libertad de discernir cuáles nos parecen adecuadas y proporcionadas a lo que está ocurriendo, que voces nos hablan de necesidades presentes y cuáles de viejos asuntos mal concluidos. Cuánto de lo que nos ocurre se relaciona con viejos apegos emocionales y exigencias y cuánto nos habla de la necesidad de encontrar nuevas salidas. Todo ello nos pertenece y nos habla del ser humano que somos, de nuestros deseos y necesidades y de la medida de nuestros límites.
Dejar de hacer lo que hacemos para perpetuar el conflicto
Para poder dejar entrar lo nuevo, es importante dejar de hacer algo. La mayoría de las veces pasamos tanto tiempo juzgando, exigiendo, culpando o manipulando la realidad que dejamos poco espacio para experimentar lo que realmente nos está pasando, aquí y ahora. Necesitamos reflexionar qué hacemos para disimular, culpar, exigir, evitar… y para las conductas compulsivas que evitan que se dé algo nuevo. A veces resulta difícil dejar este espacio vacío. El desequilibrio y el caos aparente que se produce cuando estamos moviendo los límites del concepto de nosotros mismos nos produce temor y ansiedad. Soportar esta “incomodidad” es necesario para permitir que se dé la crisis de nuestros límites y experimentar nuevas zonas no exploradas.
Cuidar la expresión
La expresión de las emociones negativas y problemáticas es lo suficientemente importante para dedicarles el espacio que necesitan. Lo conveniente es contar con unas condiciones adecuadas de escucha y respeto y evitar los momentos y lugares inoportunos.En la expresión de las propias emociones negativas es necesario recordar que estamos hablando de nosotros y no de la persona que nos las evocan. Claro que hay cosas suyas que provocan en mí ciertas reacciones. Pero no es de su vida de lo que me tengo que ocupar, sino de la mía. Es importante evitar la culpa y la exigencia al otro y centrarnos en lo que a nosotros nos pasa, dando espacio para que la otra persona pueda también expresarse. Aunque el otro no “tiene la culpa” de lo que nos pasa, puede ser, aquí y ahora, el mejor interlocutor para darnos una nueva oportunidad de comprender y completar viejos asuntos pendientes. Y, como con las propias polaridades internas, en la comunicación con otro la salida está en llegar a comprender las diferencias, buscando un diálogo sincero y el acuerdo o, cuanto menos, el respeto a cada una de las partes.
Darnos tiempo para comprendernos
No siempre nos es posible escuchar “todas las verdades”. Tal vez nos produzcan dolor o rabia o haya cosas que aún no podamos entender. Es importante hacernos cargo también de todo esto y darnos tiempo. Tal vez las propias partes internas se aclaren un poco más después del encuentro sincero con el otro y, con el tiempo y el compromiso mutuo de comprendernos, vayamos soltando nuestras rigideces y podamos encontrarnos con congruencias, respeto y humor.

Rocío Barba