Sanar la
relación con la Madre
La relación con la madre es la más
significativa en nuestra vida, la base sobre la que se construyen todas las
demás relaciones. Con la madre fuimos uno cuando estuvimos en su vientre y
luego seguimos íntimamente unidos a ella durante la lactancia. El vínculo con
la madre es fundamental para la supervivencia. El niño, la niña, se miran
literalmente en la madre, se ven en ella como si fuera un espejo. La madre
representa al mundo en su totalidad y lo que de él proviene.
Para la mujer, representa la
referencia del modelo femenino que puede reproducir o rechazar, la forma de ser
mujer, de vivir la femineidad y de ser madre. Para el hombre va a representar
el modelo de mujer por el que se va a sentir atraído o va a rechazar, es decir,
que condicionará su elección de pareja y la relación con ella, y mientras no madure,
seguirá siendo hijo… de su mujer. En todo proceso terapéutico es
fundamental explorar la relación con la madre, con el padre también por
supuesto, pero la madre es la que nutre, la que se ocupaba de las
necesidades del niño o de la niña, la que daba sostén. Si estuvo presente
cuando se la necesitaba, si satisfizo sus necesidades afectivas o si eran
ignoradas, si veía a su hijo o a su hija por sí mismos y no como una
prolongación suya o una carga.
Todos albergamos en nuestro interior
un niño herido que no fue amado incondicionalmente, que
necesitó protegerse del dolor por ser demasiado vulnerable. Congelamos
muchos de nuestros sentimientos y nos construimos una coraza
defensiva para no sentir que no éramos amados como necesitábamos.
Para sanar esa herida es necesario tomar contacto con el niño interior, ver dónde
y de qué manera fue herido, localizar ese dolor física y emocionalmente a fin
de liberar la energía bloqueada.
Conectar con el dolor, la rabia, la
culpabilidad, la impotencia, la tristeza, reconocerlo, aceptarlo y de esta
manera, empezar a sanar. Al reconocer al niño interior, al tomar conciencia de
su vulnerabilidad pueden surgir sentimientos de soledad, vergüenza, carencia,
sentirse rechazado en ciertos momentos. Hemos de darle voz, dejar que llore,
que exprese sus miedos y necesidades, y también sus partes positivas, los
sueños, deseos, intuiciones y creatividad, y abrazarlo todo literalmente.
Hay niños buenos, niños obedientes,
reprimidos, asustados, niños que tratan de agradar a su madre, niños que
intentan ser perfectos, que niegan sus necesidades, niños que se refugian en la
mente y niños que viven en el mundo de Disney para evitar sentir, hay niños
rebeldes e insolentes que buscan llamar la atención que no reciben.
Las
heridas del niño y de la niña pueden ser por sobreprotección, por exceso de
valoración y halago, por abandono, manipulación, comparación, miedo, rechazo,
autoritarismo, exigencia, engaño, desconexión, abusos. Ahora bien, y este
es el mensaje que quiero trasmitir, las madres tienen también sus propias
heridas y carencias de infancia, sus condicionamientos y limitaciones, sus
dificultades para amar incondicionalmente y sostener al niño
si ella misma no aprendió a sostenerse y valorarse. Una empieza a darse cuenta
de la complejidad de la maternidad cuando es madre, o al cabo del tiempo, al
reconocer su parte femenina.
Muchas veces se actúa con los hijos
justo al contrario de lo que se recibió… y también esto es perjudicial.
Necesitamos en primer lugar reconocer nuestras heridas, ocuparnos de ellas y sanarlas,
y eso lleva un tiempo. Y también necesitamos perdonar a nuestra madre por
lo que hizo o dejó de hacer, perdonar el daño que nos causó sus miedos, su
ansiedad, su perfeccionismo, su auto-exigencia,
su necesidad de quedar bien, el abandono de sus propias necesidades por
satisfacer la de otros. Perdonar su victimismo, su tristeza, su
actitud depresiva, su dolor no resuelto del pasado, lo que supuso para ella la
falta de Amor y comprensión de nuestro padre, sus propias carencias de
infancia, tal vez la falta de madre o de padre y otros condicionamientos.
Ser capaces de ver el niño
herido también en nuestra madre, sus propias heridas de infancia, lo que nos lleva a ser compasivos y aceptarla por completo, más allá de
sus errores y limitaciones. Reconocer el bagaje familiar y la transmisión del
linaje y comprender que no puede ofrecernos nuestra madre aquello que no tiene,
que no le enseñaron o que no sabe cómo hacerlo. Antes o después, y cuanto antes
mejor, llega el momento en el que hemos de perdonar, agradecer y valorar lo que
nuestra madre ha hecho por nosotros. Tomar lo que de ella proviene como un
legado, el que nos corresponde, el que pudo darnos, los fallos y también sus
dones.
Cuando lo hacemos nos sentimos plenos
y caminamos sobre la Tierra bendecidos y merecedores de todo lo bueno. Cuando
no aceptamos, rechazamos lo que ella nos dio, estamos negando y rechazando
nuestros orígenes, y eso es negarnos a nosotros mismos, lo que nos
confunde y nos llena de dolor. Por un tiempo la rabia y el resentimiento pueden
darnos una falsa fuerza, como una especie de arrogancia de creernos mejores que
ella. Cuando uno no acepta a su madre no puede amarse ni aceptarse a sí mismo.
Aceptarlo todo como fue porque, esa fue nuestra experiencia, ese fue el
aprendizaje familiar, lo que nos ha hecho ser lo que somos, nuestro legado
completo.
Honrarla y aceptarla como es nos conduce a la paz y a la reconciliación.
Más allá del dolor de nuestro niño
herido también está el dolor de nuestra madre y el dolor que nosotros hemos
añadido al rechazarla y juzgarla en ocasiones. Un hijo sólo puede estar en paz
consigo mismo si se encuentra en paz con los padres, lo que significa que los
acepta y los reconoce como son. No es posible decir: “esto lo tomo” y “esto lo
rechazo”. Aceptar a los progenitores como son es un proceso curativo en
sí mismo, el alma de la persona siente alivio y levedad.